Por Javier Varela
Resulta paradójico que un imperio cuya extensión cronológica oficial se acerca al milenio, el doble de lo que duró, por ejemplo, la Roma Imperial, haya pasado tan de puntillas en la historia europea contemporánea. Un imperio que abarca tres épocas: medieval, moderna y contemporánea, con una extensión geográfica realmente significativa, y que algunos historiadores quieren ver como el germen de una historia común europea. Pero, el Sacro Imperio Romano Germánico no fue un estado unitario, sino más bien un conglomerado de pequeñas y medianas entidades en forma de principados, ducados, obispados y ciudades libres cuyos intereses, en muchas ocasiones, yuxtapuestos aportaron una inestabilidad que terminó por diluirlo hacia 1806. No fue el único factor; la Francia Napoleónica ansiaba el territorio bajo el pretexto de legitimidad que le daba la histórica figura de Carlomagno. El empuje francés es clave para entender su disolución tras las derrotas de las tropas de Francisco II de Austria en Ulm y Austerlitz.
Desde sus inicios y a pesar de su magnitud, la sensación de inestabilidad era una constante. Sirva de ejemplo el hecho de que el emperador del Sacro Imperio era elegido por un Colegio Imperial que desde 1356 lo componían 7 miembros. Esto implicaba que el riesgo de perder la corona imperial a manos de otra ambiciosa familia estaba a la orden del día. Para prevenir esto, la dinastía reinante debía ofrecer a menudo concesiones a miembros del colegio para conseguir sus votos. No es casual, pues, que Antonio Barbiano fuese uno más de tantos a los que se les dotó de título nobiliario, posesiones y, sobre todo, del poderoso arte de poder acuñar moneda en plata y oro. Al derecho de acuñar moneda en el Sacro Imperio Romano se le denominó regalías (ius regale) y, en un principio, se le otorgó a obispos y otros altos cargos eclesiásticos. A partir del siglo XI se concedió también a príncipes seculares e incluso a pueblos y ciudades. En la práctica este hecho suponía una nueva legitimación política que podría favorecer la desmembración del Imperio. Además, desde años atrás y espoleados por las repúblicas marítimas de Venecia, Génova y Pisa, tanto Florencia como Milán iniciaron un distanciamiento económico y cultural con el norte del Imperio.
De fondo, y tras el enfrentamiento entre los Borbones y los Habsburgo por el control del continente, un periodo de cierta calma, tras el tratado de Aranjuez de 1752, que resultó ser sólo el preludio del fin del Reichsitalien con la llegada de la Revolución Francesa en 1789. Francisco II terminó renunciando a la corona del Sacro Imperio para conservar sólo la austriaca en 1806. Así se ponía punto y final al Estado creado por Otón I en el 962 y que fue sustituido por la Confederación del Rin, integrada por 16 Estados Alemanes aliados de Napoleón.
Sobre el derecho de acuñar moneda a Antonio Barbiano
María Teresa de Austria, en 1748, nombró a Antonio Barbiano su Consejero Privado después de las posiciones tomadas en su defensa en Milán en el contexto de la guerra de sucesión austriaca. Así mismo, luchó en la Guerra de los Siete Años, por cuyo servicio fue recompensado con el ascenso al rango de Príncipe del Sacro Imperio Romano con el título vinculado a su feudo de Belgioioso, otorgado por la propia Emperatriz en ese mismo 1769. El emperador José II también otorgó a Barbiano el derecho a acuñar monedas de oro y plata, según la antigua y prestigiosa tradición del Sacro Imperio Romano.